Se caen las flores rosadas de los robles...
En plena primavera, florecen anualmente los robles de nuestra Isla. Algunos más robustos, otros menos, matizan el paisaje con el rosado color de sus flores. Viéndolos en los jardines y en el campo naturalmente germinados, me sorprende la belleza de las copas ovaladas sobrepuestas, unas a otras, cuando son varios. Y, cuando es sólo uno el que preside el jardín, la plaza o el parque, corona la perfección con la misma forma, más definida y con mayor encanto.
En el suelo, veo como a manera de alfombra de medio oriente, las otras flores que han sido extirpadas de los tallos de la copa. Las extirpó el viento, el peso o quizás el tiempo. Seguro que ellas no quisieron nunca caer al suelo. ¿A quién le gusta caer al suelo? Que yo conozca; a nadie, pero yacen en el suelo. Ellas, ya no embellecen el jardín desde la copa del árbol, ahora lo embellecen desde el suelo, porque siguen siendo flores, aunque extirpadas de sus tallos.
Germinamos en el mejor y más perfecto lugar. Florecemos en el lugar correcto por el esfuerzo y el trabajo realizado. Embellecemos nuestra propia existencia y la de muchos que nos rodean o la de quienes tenemos a diario contacto. La verdad de las flores rosadas del robusto o joven roble se expone anualmente a la mirada de todos. Esa misma verdad se expone a las inclemencias del clima. Y en muchas ocasiones no tan solo son atentadas por las tormentas, sino que también, son asesinadas por la mano segadora del tiempo.
Pero el viento, que sopla para donde quiere, en algunas ocasiones te hace caer al suelo. El problema no es caer al suelo sea árido, o sea fértil. La dificultad es levantarse del suelo para ir al lugar oportuno que corresponde después de haber sido extirpado del tallo de la copa de roble. Ya no engalanas la copa del árbol, pero embelleces el suelo. Todavía eres la rosada flor del robusto o joven roble. En el suelo, pero flor.
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